Salgo de casa, miro el reloj, son las 19:30. Llego en autobús a la estación. Espero el tren. Miro el reloj, -mierda- son las 18:40. Sesenta minutos de espera. Saco la libreta y escribo: “Railes chirriantes anuncian la llegada de los trenes. En el andén de enfrente un par de yonkis planean algo, quizás el robo apresurado de un montón de latas de refresco apoyadas en el banco de al lado. Pasan el rato con un brick de vino y comentan que han perdido el tren. A veces susurran. Luces en hilera, como gusanos de hospital. Quizás las latas de refresco que cargan los de enfrente sean suyas. Las bajan por un escalón, donde acaba el andén. Se acurrucan tras la valla. Eran demasiadas, creo que escondieron la mitad y cargan con pesos más ligeros. Andan por las vías, se confunden en la oscuridad. Seguramente volverán a buscar el resto.”
Subo al tren. El revisor comenta -nos acabamos de cargar a un yonki-. Me revuelvo. Sé que ha sido uno de ellos.